Capítulo 4: La noche del pecado
La lluvia en Santiago, por fin, se detuvo.
Pero en el aire seguía flotando ese olor húmedo y agrio, como si la ciudad estuviera fermentando algún tipo de destino.Apenas había pasado una semana desde el accidente.
Y sin embargo, el imperio del Grupo Larraín comenzaba a derrumbarse. Las acciones caían en picada, los socios retiraban sus inversiones, y los medios revoloteaban como cuervos sobre un cadáver.“Milagro financiero hecho añicos.”
“La caída del imperio.” “El castigo del joven magnate.” Cada titular era una lápida tallada con burla.Pero más allá de la mirada pública, se agitaban corrientes más oscuras.
En la habitación del hospital
Santiago seguía dormido, hundido en un silencio que parecía eterno.
El respirador exhalaba un silbido rítmico, como una nana mecánica y sin alma.María, su madre, permanecía sentada a su lado,
pálida, con el informe médico entre las manos. Era la tercera vez que intentaba razonar con Ernesto, su esposo, pidiéndole que reemplazara a ese “equipo médico privado” tan sospechoso.Había notado que algo no encajaba:
la recuperación de Santiago era demasiado lenta, a veces, incluso su respiración parecía… manipulada.—¿Qué le estás haciendo? —preguntó con voz rota.
Ernesto levantó la mirada, esbozando una sonrisa serena.
—Solo le estoy ayudando a descansar un poco más.Esa sonrisa era demasiado tranquila,
como la de alguien que observa el final de un funeral planeado.Aquella noche, María, temblando, marcó el número de Agustín, el abogado de la familia.
—Tengo que decir la verdad. Esto es un asesinato —susurró.—Señora, no tenemos pruebas. Si lo denuncia sin respaldo, podrían silenciarla…
—No me importa. Mañana llamaré a la prensa. Mi hijo merece justicia, aunque yo muera.
Pero nunca llegó la mañana para ella.
Su coche se precipitó por un barranco al amanecer. El informe policial habló de “fallo mecánico”. Su teléfono… había desaparecido.En la sede del Grupo Larraín
Ernesto firmaba documentos con calma.
En las pantallas, las noticias mostraban su entrevista más reciente: —Solo soy un padre que protege el futuro de su familia.Alzó su copa de vino.
El líquido rojo, bajo la luz, parecía sangre. —Perdóname, hijo —murmuró—. Vivir te pesaba demasiado.Sobre el escritorio descansaba una orden de transferencia secreta,
una suma enorme que no podía concretarse todavía, porque la firma final… seguía siendo de Santiago.Los dedos de Ernesto temblaron un instante.
Luego, se detuvieron. Había tomado una decisión irreversible.En otro rincón de la ciudad
Valentina llevaba días sin dormir.
Desde que oyó la noticia del accidente de María, su alma se había vaciado por completo.—Él lo perdió todo… la empresa, su madre…
¿Y yo? Yo ni siquiera tengo el valor de pedirle perdón…Cada noche, la pesadilla regresaba:
la lluvia, los frenos, el impacto. Y Santiago, extendiendo su mano ensangrentada en la oscuridad.Hasta que una madrugada se despertó sobresaltada.
El trueno rugía afuera. Una intuición inexplicable la obligó a moverse, como si algo —o alguien— la estuviera llamando.Agarró su abrigo, las llaves… y salió sin paraguas.
El coche surcaba la ciudad como una flecha.
No sabía adónde iba, hasta que, al llegar al hospital, vio una ambulancia sin insignias detenida junto a la puerta trasera.Dos hombres empujaban una camilla hacia el interior.
Debajo de la sábana blanca… esa silueta, ese perfil —lo reconoció de inmediato.¡Era él!
¿Estaba muerto ya?El dolor le atravesó el pecho como una lanza.
Ni siquiera había tenido la oportunidad de disculparse.La ambulancia arrancó sin sirena,
perdiéndose en la oscuridad.Valentina, con el corazón desbocado, los siguió a distancia.
El camino se volvió cada vez más estrecho, hasta que los vio girar hacia un sendero rural cubierto de maleza.“¿Qué demonios están haciendo?
¿Así tratan el cuerpo de un hombre como Santiago Larraín?”El auto se detuvo ante una hacienda en ruinas,
rodeada por una verja oxidada. El viento arrastraba polvo y hojas muertas.Oculta entre las sombras, Valentina los vio abrir la puerta principal
y arrojar la camilla dentro. Luego salieron, encendiendo cigarrillos.—¿Ya está? —preguntó uno.
—Sí, el jefe dijo que lo dejáramos aquí. Mañana lo “resuelven”.Rieron, se subieron a la ambulancia y se marcharon,
dejándola sola frente a ese lugar que olía a muerte.