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004 - Una promesa y una amenaza

Adrian

La habitación olía a piel, a sexo, a recuerdos aún tibios.

Ella dormía. Yo no.

Estaba al borde de la cama, sin camisa, con los codos en las rodillas y la mirada perdida en la ciudad.

Allá afuera, la vida seguía: autos, luces, risas.

Como si el mundo no supiera que a ella… le acababan de destrozar el alma.

Me pasé una mano por la cara, no porque tuviera sueño, sino porque el pecho me ardía.

De impotencia. De rabia. De culpa.

Yo había cruzado una línea.

Y lo sabía.

Pero también sabía algo más:

No iba a dejar que le hicieran más daño.

No iba a permitir que la usaran como una ficha en este maldito tablero.

Porque Samanta no es una pieza.

Samanta es el juego entero.

La miré.

Dormía envuelta en sábanas arrugadas, con una pierna descubierta y el rostro medio cubierto por el cabello.

Incluso en sueños, sus dedos seguían tensos.

Como si no pudiera soltar el peso de lo que vivió.

Estaba rota.

Y, aun así, había algo en ella…

Fuerza.

La fuerza de alguien que ha tocado fondo… pero no se rinde.

Y yo había sido testigo de su ruina.

Pero también de su resurrección.

Y eso… eso no lo había planeado.

Cuando supe que se casaría con Matías Belandria, algo se quebró dentro de mí.

No fue celos.

Fue algo más primitivo.

Un instinto de protección que me arrancó de Berlín.

Cancelé todo.

Reuniones. Citas. Presentaciones.

Tomé el primer vuelo, con el corazón en la garganta.

Pero el universo tenía otros planes.

Tormenta. Conexión perdida.

Llegué tarde.

Mi idea era irrumpir en la iglesia.

Pararme al fondo y gritar su nombre.

No para recuperarla.

Sino para salvarla.

Pero cuando puse un pie en esa ciudad…

La ceremonia ya había terminado.

Y el daño… ya estaba hecho.

Recordé cómo comenzó todo.

Ella tenía veintiuno. Yo, veintiséis.

Tercer año de universidad.

Filial europea.

Un acuerdo empresarial.

Un cruce de miradas.

Y el mundo cambió.

Samanta miraba distinto.

Como si amar fuera una decisión valiente.

Yo, criado entre cifras y silencios, no supe cómo defenderme.

Y me dejé caer.

Tres años.

Intensos. Caóticos. Verdaderos.

Y luego, el cáncer de mi padre.

La empresa. La muerte. El legado.

Alemania.

Ella tenía su vida aquí.

Sus sueños.

No podía arrancarla de su mundo.

Así que lo hicimos con amor.

Nos despedimos sin peleas.

Como se despiden los que se siguen amando.

Nos prometimos seguir en contacto.

Y lo hicimos.

Charlas. Fechas. Mensajes sueltos.

Cafés sin hablar demasiado.

Pero cada vez que la veía…

Recordaba que mi amor por ella no sabía morirse.

Y entonces llegó la noticia de su compromiso.

Con él.

Con un tipo que yo conocía de negocios.

Un farsante.

Un imbécil disfrazado de caballero.

Y supe que no podía quedarme de brazos cruzados.

No porque ella me “perteneciera”.

Sino porque nadie que no sepa amar de verdad merece tocarla.

Ahora estaba ahí.

Rota. Herida. Sobreviviendo al infierno.

Me incliné.

Le acaricié el cabello con la yema de los dedos.

Ella se movió, apenas.

Pero no despertó.

Me acerqué más.

—Perdóname, Sam —susurré, con la voz quebrada—. Por no haber llegado a tiempo. Por no haberte protegido cuando más me necesitabas. Por no poder quitarte el dolor que él te dejó. Pero si me dejas quedarme… te juro que esta vez… no me voy a ir.

***

Abrí los ojos. La luz del sol se colaba por los bordes de las cortinas. Mi cuerpo aún estaba tibio. Mi piel, marcada por sus manos.

Y él… no estaba.

Me incorporé lentamente, con las sábanas aún enredadas entre las piernas. Miré hacia la puerta del baño, que estaba entreabierta.

Silencio.

—¿Adrián? —llamé, pero no hubo respuesta.

El corazón me dio un vuelco estúpido.

Claro que se había ido.

¿Por qué habría de quedarse?

Me pasé una mano por la frente, intentando recordar en qué momento me había quedado dormida. ¿Habían sido… veinte minutos? ¿Media hora? No más.

Pero en ese lapso, mi mundo había vuelto a desordenarse.

—Dios mío… —susurré.

Me cubrí el rostro con ambas manos.

¿Qué había hecho?

¿Qué clase de mujer tiene sexo con su ex… horas después de descubrir que su esposo la había traicionado con su hermana?

Una parte de mí quería gritar. Otra, llorar.

Y otra solo deseaba retroceder el tiempo y no haber abierto esa maldita puerta.

—Eres una idiota, Samanta… —me murmuré con voz temblorosa—. ¿Qué esperabas? ¿Que después de ese polvo mágico él te pidiera matrimonio otra vez?

Me reí. Seca. Amarga.

Y sin embargo…

Algo en mi interior no se sentía del todo mal.

Porque durante esos minutos, mientras me besaba, mientras recorría mi piel como si recordara cada rincón, me hizo sentir… viva.

Me arrancó la humillación.

Me devolvió algo que pensé que Matías me había robado: mi cuerpo, mi poder, mi deseo.

Y aunque me odiaba por admitirlo, una parte de mí disfrutó saberse deseada. No como un trofeo, sino como una mujer.

—Por lo menos me saqué esa maldita espina… —murmuré con los labios apretados.

Entonces, la puerta se abrió.

Me sobresalté.

Y allí estaba él.

Adrián.

Vestido, tal cual como llegó. Impecable, con una bandeja en las manos: café, fruta, tostadas y jugo natural.

—Imagino que aún no has desayunado, ¿verdad? —dijo con una sonrisa suave, sin reproches.

Y entonces, me rompí un poco más por dentro.

Porque me conocía.

Sabía que yo nunca desayunaba, y si lo hacía, nunca antes de las once.

—Eres un idiota —le dije, con una sonrisa tonta en los labios.

—Y tú estás preciosa, incluso con cara de “acabo de cometer una locura”.

Dejó la bandeja sobre la mesita de noche y se sentó a mi lado, sin tocarme.

—¿Estás bien?

Tragué saliva.

No sabía qué decir.

No sabía cómo explicar que me sentía sucia y limpia al mismo tiempo.

Desesperada y en paz.

Vengada… y vacía.

—No hablemos de anoche —le pedí, bajando la mirada—. Por favor. No puedo con eso ahora.

Asintió sin presionarme.

—Está bien. Entonces dime… ¿qué ha pasado en tu vida desde la última vez que nos vimos?

—¿Además de casarme con un imbécil?

—Exacto. Cuéntame algo que no esté en los titulares.

Me reí. Por primera vez en días, solté una risa real. Pequeña, pero mía.

Estaba a punto de responder cuando mi celular vibró sobre la mesita.

Me estiré, aún envuelta en las sábanas, y lo tomé con desgano.

Notificación de mensaje.

Remitente: Matías.

Fruncí el ceño.

Deslicé para abrir.

Era un video.

Lo abrí sin pensar.

Y ahí estábamos.

Adrián. Yo.

Mi cuerpo desnudo. Mis gemidos. Mi entrega.

Un corte directo, sin audio, pero claro.

Se me fue el aliento.

—¿Qué coño es esto...?

Adrián giró hacia mí, alerta.

—¿Qué sucede?

Le extendí el móvil con las manos temblorosas.

El video comenzó a reproducirse.

Él no dijo nada al principio.

Solo observó.

Sus ojos se endurecieron.

La mandíbula se le tensó.

Y entonces… llegó otro mensaje.

Matías:

“Si no quieres que envíe este video a todos los miembros de la directiva, ven a mi departamento esta tarde a las 4.

No te conviene ignorarme.

Zorra”.

—Ese hijo de puta… —murmuró Adrián con los dientes apretados—. No lo puedo creer. ¡Te está vigilando!

Se puso de pie de inmediato y comenzó a inspeccionar la habitación, revisando las esquinas, los marcos, las rejillas de ventilación.

—¿Sabías que instalar cámaras sin consentimiento es ilegal? ¡Podemos demandarlo, Samanta! ¡Esto es un delito!

Negué con la cabeza.

No lloraba.

Estaba congelada.

—No va a servir de nada —susurré—. Él tiene el control. Me hizo firmar demasiadas cosas… y ahora tiene esto.

—No puede chantajearte con esto. No puede…

—Claro que puede —lo interrumpí—. Hay una cláusula en el prenupcial. Si uno de los dos es infiel, pierde todo derecho sobre los bienes del otro.

—¡Tú no le fuiste infiel! ¡Él te engañó primero!

—No tengo pruebas de eso —dije, con amargura.

Él me miró.

Y entendió.

Matías tenía el video.

Matías tenía los papeles.

Matías tenía el juego armado.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Adrián en voz baja.

Levanté la mirada.

Firme.

Rota… pero aún en pie.

—Voy a verlo.

—Samanta…

—A las cuatro —dije, respirando hondo—. Si quiere guerra… la va a tener.

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