Era lunes. El primero después del desastre.
El mármol blanco del piso brillaba como si nada hubiese pasado. Las mismas paredes impecables, las mismas puertas de vidrio esmerilado, los mismos cuadros fríos y perfectos que colgaban de los muros como si el tiempo no los tocara.
Pero yo ya no era la misma.
Y cada paso que daba dentro de Sandoval Group—ahora, gracias a los juegos de poder, Sandoval & Belandria Group—se sentía como una puñalada directa al ego.
A mi orgullo.
A lo poco que quedaba de dignidad.
Las miradas de los empleados me atravesaban como agujas invisibles. Los susurros apenas audibles, las pantallas de los celulares que se bajaban rápido, los gestos furtivos.
No necesitaba escucharlos.
Mi instinto gritaba más fuerte que cualquier voz: hablaban de mí.
De la novia plantada.
De la loca del escándalo.
De la hija del dueño que casi quema todo con su furia.
Pero aun así, caminé. Con la cabeza en alto.
Mis tacones resonaban sobre el mármol como una declaración de guerra.
Impecab