Capítulo 3
El rostro de Elisa palideció al escuchar mis palabras. Luego corrió hacia mí y me agarró de las manos, suplicando con una voz llena de lástima:

—Lo siento, Jimena. Olvidé que soy alérgica a las nueces. Me caí del techo cuando era cachorra, y, desde entonces, mi memoria no es muy buena. ¡De verdad lo olvidé! Por favor, no te enojes conmigo, Jimena. Puedes hacerme otro sabor, ¿verdad?

Ver su sonrisa fingida y manipuladora me revolvió el estómago. Recordaba perfectamente la primera vez que le había preparado pastel de nuez. No sabía que era alérgica. Lo hice con buena intención, con sinceridad, esperando formar un lazo de amistad. Solo porque ella había dicho al pasar que le gustaba, me había esforzado al máximo, quemándome las manos en el proceso. Pero no me rendí. Soporté el dolor y finalmente horneé el pastel perfecto para ella.

Sin embargo, Elisa terminó desmayándose por la alergia.

Cuando recuperó el conocimiento, se lanzó a los brazos de nuestros padres, sollozando:

—¡Mamá, papá, por favor no culpen a Jimena! ¡Ella se esforzó tanto solo para hacerme un pastel! ¡Hasta me dijo que no importaba si solo le daba una probadita! ¡No la castiguen! Fue mi culpa… ¡no debí ser tan glotona!

Bajo las miradas llenas de rencor de mis padres, me quedé paralizada junto a su cama, sin saber qué decir.

—No sabía que Elisa era alérgica a las nueces —murmuré—. Ella nunca me lo dijo…

Pero en lugar de comprensión, lo único que recibí fue la furia despiadada de mi padre: gritos, insultos y un rostro deformado por el odio. Su lobo se había descontrolado por completo. Con las garras fuera, casi me desfiguró la cara al golpear la pared junto a mí.

Mi loba se estremeció de miedo. Ese momento dejó una herida más profunda que cualquier cicatriz visible. Desde ese día, ella nunca volvió a sentirse segura.

Él me miró con un asco sin disimulo y rugió:

—¡Todo el mundo en esta casa sabe que Elisa es alérgica a las nueces! ¿Por qué tú eres la única que no lo sabe? ¡No nos engañes con tus patéticas mentiras! Sé perfectamente por qué lo hiciste: ¡estabas celosa porque la amamos más a ella!

Después de eso, me arrojaron al sótano. Tres días enteros en el infierno. Sin comida. Sin agua. Sin luz. Sin aire.

Cuando por fin me dejaron salir, mi loba apenas respiraba. Mis labios estaban agrietados y sangraban. Podía oír a mi loba llorando de dolor dentro de mí.

Al recordar aquella pesadilla, le respondí con frialdad:

—No tengo tiempo para hornearlo yo misma. Hazlo tú… o cómpralo en una tienda.

Elisa se aferró a mi brazo, con la voz temblando de miedo:

—No quiero volver a comerlo, Jimena. Por favor no te enojes conmigo, ¿sí? Eres mi hermana mayor favorita. ¡No quiero perderte!

Pero mientras hablaba, lo vi: un destello de odio en sus ojos. Sus garras se hundieron más en mi piel, lentas pero deliberadas. La presión aumentaba con cada palabra que decía.

El dolor me subía por el brazo, pero, antes de poder soltarme, ella se dejó caer al suelo de repente como si yo la hubiera empujado.

Mis padres y Guillermo entraron en pánico al verla caer.

Mi madre corrió hacia ella, la levantó y revisó frenéticamente si estaba herida.

Parecía que Elisa se había golpeado la cabeza. Se recostó, débil, sobre el pecho de mamá, sollozando:

—Mamá… mi cabeza… me duele mucho. ¿Voy a volver a perder la memoria?

Guillermo tocó su herida con suavidad y empezó a frotarla con cuidado. Luego me miró con una expresión cargada de reproche y de decepción.

—¿Cómo pudiste ser tan cruel, Jimena? Me decepcionaste por completo.

El lobo de mi padre dejó escapar un gruñido furioso. En un abrir y cerrar de ojos, se lanzó hacia mí y, antes de que pudiera reaccionar, me derribó con la fuerza de su rabia descontrolada.

No había tenido intención de golpearme. Pero lo hizo. Y, en ese instante, comprendí algo aterrador: incluso el lobo de mi padre me veía como el enemigo.

—¡Eres una loba sin vergüenza! —rugió—. ¡Si no la hubieras empujado desde el techo, no estaría sufriendo estas pérdidas de memoria! ¡Nunca te habríamos tenido si hubiéramos sabido en qué te convertirías! ¡Vete a tu cuarto ahora mismo… y reflexiona sobre lo que has hecho!

Por el impacto, escuché a mi loba gemir débilmente en mi interior.

Su voz sonó quebrada y frágil mientras susurraba:

—Yo… ya no puedo levantarme.

Incluso sus aullidos habían perdido fuerza como si su espíritu se estuviera rompiendo dentro de mí.

Mi madre pareció oír el grito de agonía de mi loba. Por un breve instante, una chispa de compasión cruzó sus ojos. Pero, en el segundo siguiente, los sollozos más fuertes de Elisa robaron su atención nuevamente, y, sin dudarlo, se dio la vuelta para consolarla.

Me esforcé por ponerme de pie, con las piernas temblorosas, apoyándome contra la pared.

Cojeando, me arrastré de regreso a mi habitación. Pero no me senté allí a reflexionar sobre mi «culpa».

En silencio, saqué la pequeña bolsa que había preparado en secreto.

Al verme salir con el paquete, todos se quedaron boquiabiertos. Luego soltaron una carcajada sarcástica.

—Vaya, vaya… ¿otra vez te vas de casa? ¿Jugando al mismo jueguito de siempre? Jimena, ¿por qué no puedes entender a tus padres? Solo te castigamos porque te queremos. Queremos que corrijas tus errores. Si no puedes admitir que te equivocaste, entonces mejor no vuelvas nunca más a esta madriguera.

Sus palabras me golpearon como viento helado, pero mi corazón ya era de piedra. Me habían herido demasiado… demasiadas veces.

Habían dicho «no regreses» más veces de las que podía contar. Y esta vez, no iba a rogar por quedarme. En ese supuesto hogar ya no quedaba nada para mí: ni amor, ni calidez. Solo dolor y recuerdos amargos.

Sin mirar atrás, salí de la madriguera.

Justo entonces, mi padre agarró una botella y la estrelló contra el suelo con toda su furia.

El estruendo me congeló en seco.

Al girarme por reflejo, los fragmentos de vidrio volaron directamente hacia mi rostro y uno me cortó la frente.

La sangre caliente comenzó a correr, lenta y constante, nublando mi vista y recordándome, una vez más, que el dolor aún podía sentirse tan real.

Pero no me rendí.

Me volví hacia ellos, y, con la voz firme, aguda y fría, sentencié:

—Ya no tengo nada que me ate a este lugar. Si para ustedes no soy más que una vergüenza… entonces cortaré todo lazo con ustedes para siempre.

—¡¿Cómo te atreves?! ¿Qué estás diciendo? —bramó mi padre.
Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP