No volví a casa por nostalgia, sino para empacar lo poco que quedaba de mí. Pero, en cuanto crucé la puerta, me di cuenta de que no había nada que valiera la pena recordar.
Siempre había vivido en el almacén; el rincón más pequeño, húmedo y oscuro que pudieron encontrar para mí. Solo había ropa vieja, y hasta esa era lo que nadie más quería. Las sobras. El vestidor de Elisa era tres veces más grande que mi habitación. Todo lo que ella ya no quería terminaba aquí, como si yo no fuera más que un vertedero.
Cuando terminé de empacar, sonó mi celular. Era el cuidador del cementerio.
—Hola, Jimena. ¿Recuerdas que me pediste reservar la tumba que elegiste? Si vienes pronto con las monedas de plata y la registras, te la guardo. Si no, alguien más podría tomarla.
Había elegido esa tumba apenas una semana atrás. Era un lugar tranquilo, rodeado de flores lunares y rosas blancas; el tipo de paz con la que mi loba siempre había soñado. Decía que quería descansar allí, lejos de este mundo cruel y amargo.
Pero ahora… su sueño jamás se haría realidad. Una cachorra como yo, ignorada por su propia familia… ¿cómo iba a poder pagarla?
Mi padre, un Beta, ni siquiera me envió un sanador cuando me pudría por la corrosión de plata. ¿Cómo iba a darme una moneda para comprar mi propia tumba?
Guardé silencio unos segundos… y luego susurré:
—Ya no la necesito.
Mi hermano mayor, Guillermo, regresó justo después de que colgué y se acercó a mí con una expresión desconcertada.
—¿Una tumba? ¿De qué estás hablando?
Por un instante pensé que quizá, solo quizá, él sabía algo. Tal vez le importaba…
Pero esa ilusión se rompió al instante.
—¿Qué clase de juego estás jugando ahora, Jimena? —espetó—. Escuché que armaste un escándalo en el Consejo solo para arruinar el ritual de transformación de Elisa. Hasta yo siento vergüenza de ti. Hiciste quedar mal a toda la familia. ¡Elisa lloró hasta desmayarse, sintiéndose culpable por tu drama! ¡Le arruinaste el día más importante! ¿Acaso no entiendes lo que significa la primera transformación para un hombre lobo? —Hizo una breve pausa, antes de continuar—. Si no hubiera perdido a sus padres biológicos de pequeña, ¡ni siquiera habría tenido que crecer en una casa ajena! ¿Por qué siempre le haces daño? ¿Por qué no puedes tratarla bien, aunque sea una sola vez?
Miré el rostro furioso de Guillermo, sintiendo cómo un nudo subía por mi garganta hasta dejarme sin aire.
¿No era yo la que siempre era ignorada; siempre tratada como una extraña en mi propio hogar?
Sí, la transformación de Elisa importaba. Pero ¿y la mía?
Desde que ella llegó, nunca me invitaron a correr bajo la luna llena con la familia.
Cada vez que prometían salir de cacería conmigo, algo le pasaba a Elisa. Una fiebre. Una alergia. Lo que fuera. Y corrían con ella a la enfermería… dejándome atrás. Siempre.
Desde el día en que había puesto un pie en casa, lo volcaron todo sobre ella: atención, cuidados, amor.
Pero, cuando yo me transformé por primera vez… me olvidaron… por completo.
Nadie me vio cambiar. Nadie celebró. No hubo ritual. No hubo invitados. Ni siquiera una palabra de felicitación.
En cambio, para Elisa invitaron a medio clan. Hicieron un espectáculo.
Miré a Guillermo, con los ojos llenos de lágrimas, y, con voz temblorosa, pregunté:
—Guillermo… ¿siquiera recuerdas cuándo me transformé por primera vez? No solo lo olvidaron por completo… ¡es que ni siquiera les importó! Nadie dijo una palabra. Nadie me preguntó cómo me fue, cómo me sentí, o si tenía miedo. Se supone que es el momento más importante en la vida de un lobo… y yo lo viví sola.
Por un momento, pareció que Guillermo recordaba algo porque vi un destello de culpa cruzar por sus ojos. Sin embargo, cuando habló, sus palabras continuaron siendo frías, heladas.
—¿Por qué eres tan rencorosa? —espetó—. Si solo hubieras admitido tus errores y tratado de enmendarlos, ¿crees que nuestros padres seguirían enojados contigo?
Justo entonces se abrió la puerta principal, y escuché sus voces incluso antes de que entraran.
Eran mis padres.
—¡¿Cómo te atreves a mencionar tu primera transformación?! —rugió mi padre—. ¡No tienes vergüenza! ¡No mereces ningún ritual! ¡No después de lo que le hiciste a Elisa!
Su furia me golpeó como una ola salvaje. Su lobo estaba tan cerca de la superficie que lo sentía; como si quisiera despedazarme.
—¡Todo el ritual de Elisa se arruinó por tu culpa! Pero ¿acaso ella te culpó? ¡No! ¡Nos rogó que te perdonáramos! ¡Lloró tanto que se desmayó! ¿Y tú ni siquiera sientes un poco de culpa? ¡Pídele perdón! ¡Ahora!
Elisa salió de su tristeza, dio un paso al frente y forzó una sonrisa lastimera. Su voz, apenas un susurro, llevaba una falsa comprensión:
—No es necesario que me pidas perdón, Jimena. Pero… ¿podrías hornearme ese pastel de nuez que me gusta? Llevo tanto tiempo con ese antojo.
El rostro de mamá se iluminó al instante, con una calidez fuera de lugar.
—Jimena, ¡mira qué buena es Elisa! Te está dando una oportunidad para redimirte. ¿Por qué no la aceptas?
Miré la sonrisa fingida de Elisa, y, con voz helada, respondí:
—¿No dijiste que eras alérgica a las nueces? ¿Estás tratando de acusarme de intento de asesinato? ¿Insistes en que te hornee un pastel de nuez solo para poder decir que quise envenenarte?