Leonel jamás imaginó que una mujer pudiera tener tantas lágrimas. ¿Cómo podía llorar tanto sin agotarse?
Silvina tampoco supo cuánto tiempo había estado llorando. Solo sabía que ya no sentía las piernas de lo entumecidas que estaban.
Lo más increíble de todo fue que Leonel había permanecido a su lado en silencio, dejándola empapar su elegante camisa blanca sin emitir una sola queja.
Silvina sentía la garganta seca y áspera. Aunque no había emitido ningún sonido durante todo el llanto, el flujo constante de lágrimas le había irritado la nariz y la garganta.
—Perdón... —murmuró por fin, alejándose lentamente de los brazos de Leonel—. Ensucié tu camisa.
Leonel bajó la mirada hacia aquella mujer que aún intentaba fingir fortaleza y, con una expresión suave, le respondió:
—No importa. Puedes lavarla tú misma.
Silvina alzó la cabeza, su voz ronca por el llanto, y replicó:
—¿Y no deberías pedirme que te compre una nueva para reponerla?
—Temo que no podrías pagarla —contestó él con tono iróni