Las lágrimas de Silvina empaparon la camisa de Ruperto, dejando un rastro húmedo que le quemaba el corazón.
Él la sostuvo firmemente mientras bajaban, dudando un instante sobre qué hacer.
—Yo conduzco —dijo Camille de inmediato.
Tania también subió al coche; al ver el rostro pálido de Silvina, sintió una punzada real de compasión. Por eso decidió ignorar, por primera vez, lo cerca que Silvina estaba de Ruperto en ese momento.
Las manos pequeñas de Silvina se aferraban con desesperación a la ropa de Ruperto. Mordía con fuerza sus labios para no dejar escapar ni un sollozo, para que su cuerpo no revelara ni un temblor. Se acurrucó en sus brazos como una gata herida, llorando en silencio mientras lamía sus propias heridas.
Mientras conducía, Camille ya había llamado a la casa de los Martínez.
Al enterarse de que Silvina llegaría y se quedaría algunos días, la familia entera se puso en movimiento de inmediato.
Cuando finalmente llegaron, el Señor Martínez y la Señora Martínez se sorprendi