Parsimonia

Las puertas de la mansión se abrieron con estruendo, golpeando contra las paredes como si anunciaran la furia que venía tras ellas.

Dante entró primero, como una tormenta contenida en un traje oscuro manchado de sangre. Su rostro estaba desencajado, con la mandíbula apretada y los ojos inyectados de una rabia silenciosa.

Alonzo lo seguía de cerca, aún con el abrigo puesto, sosteniendo su arma con firmeza, como si esperara que en cualquier momento alguien apareciera para morir.

—¡Llamen a todos! —rugió Dante, sin detenerse—. ¡Quiero a los técnicos, ahora!

Uno de sus hombres salió corriendo. El eco de los pasos rebotó en las paredes de mármol de la entrada principal.

Dante subió las escaleras hasta la sala de vigilancia, donde las cámaras de seguridad proyectaban la ciudad en decenas de pantallas.

Respiraba agitado. Se frotó el rostro con las manos. Cada segundo perdido lo sentía como una puñalada en el pecho. Aurora seguía en manos de Antonio, y eso era algo que no podía soportar. No
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