La noche caía lentamente sobre la ciudad. El motor del auto rugía suavemente mientras Dante atravesaba la amplia avenida que lo conducía a la mansión. No era la primera vez que cruzaba esos portones, pero aquella noche algo en el aire se sentía diferente.
Cuando el vehículo se detuvo frente a la entrada principal, uno de los guardias le abrió la puerta con una reverencia contenida. Dante salió con la misma elegancia calculada de siempre, ajustando el cuello de su chaqueta negra. Sus pasos resonaron con firmeza al cruzar el mármol imponente de la mansión. Más adelante se encontraba Giuseppe, a la espera de Aurora.
—Buenas noches, Don Dante —saludó Guisepe con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Dónde está Aurora? —inquirió Dante sin rodeos, con su voz profunda y autoritaria.
—La señora Aurora no tardará en bajar —respondió Giuseppe, manteniendo su postura impecable.
Dante no preguntó absolutamente nada más, se giró sobre sus talones y caminó hacia la barra, dónde tenía innumerables li