Mientras tanto, Aurora se sentó con dificultad en la cama. Sus músculos aún estaban entumecidos, y una sensación extraña le recorría el cuerpo, como si su piel no le perteneciera. Miraba sus propias manos con desconcierto, como si buscara alguna señal que le revelara quién era realmente.
Antonio la observaba desde una silla, a escasos pasos. Había apagado la luz principal del sótano y encendido una lámpara pequeña, que proyectaba sombras largas y deformes sobre las paredes. Su mirada se mantenía fija en ella, como un halcón esperando que su presa respirara profundo para lanzarse.
—¿Quieres algo de agua, amor? —preguntó, su voz casi afectuosa.
Aurora alzó la mirada hacia él, frunciendo el ceño. Esa palabra… “amor”… no encajaba. Le sonaba ajena, fuera de lugar. Como una nota equivocada en una melodía que aún no entendía.
—No me llames así —dijo ella, casi en un susurro.
Antonio ladeó la cabeza, disimulando la irritación con una sonrisa tensa.
—¿Así cómo?
—“Amor”. No… no sé por qué, pero