La brisa tibia del sur de Inglaterra rozaba apenas las persianas de la habitación privada, filtrando la luz del amanecer en líneas doradas que atravesaban el silencio aséptico del hospital.
Todo estaba en calma, salvo por el leve pitido constante de las máquinas médicas que monitorizaban cada latido, cada respiración, cada señal de vida del paciente que yacía en la cama número 4, aislada del resto, con guardias en la entrada y sin nombre en la puerta. Su rostro, completamente envuelto en vendas blancas, permanecía inmóvil. Pero tras los párpados, algo se agitaba. La conciencia volvía.
Antonio entreabrió los ojos.
Un zumbido sordo ocupaba su cabeza al principio, como si aún estuviera sumergido bajo el agua. Pero luego, poco a poco, comenzó a distinguir los sonidos: el murmullo de la televisión a lo lejos, el roce de unas suelas contra el suelo, la puerta que se abría con un leve chirrido. Sintió la presencia antes de verla.
Mateo se puso de pie de inmediato. Estaba sentado en una esqu