Muerte lenta y dolorosa

Dante había ordenado llevar a Antonio, a una de las bodegas del sur, no quería que Aurora volviera escuchar su voz y mucho menos sus gemidos de dolor, que era lo que se aproximaba a solo pocos segundos.

La puerta del sótano se cerró con un chirrido sordo.

El eco de los pasos se desvaneció entre las sombras. Solo quedaron tres figuras bajo la tenue luz amarilla que oscilaba desde una lámpara colgante, Dante, Alonzo y Antonio. El primero, implacable como una tormenta en silencio, el segundo, firme como una sombra leal, y el tercero, encadenado, sangrante, vencido… pero aún con los labios tensos de soberbia.

Antonio tenía los brazos colgados por encima de su cabeza, cadenas gruesas sujetándolo del techo. Los nudillos estaban rotos, la piel colgaba en jirones sobre los pómulos, y el sudor frío se mezclaba con la sangre seca en su cuello. Pero incluso en ese estado, esbozaba una sonrisa sarcástica que solo conseguía avivar la furia de quien lo miraba.

Dante se acercó. Sus pasos eran lent
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