El rugido del motor rompió el silencio de la tarde. La camioneta negra de Vittorio se detuvo bruscamente frente a la casona.
Las llantas chirriaron contra el empedrado y, sin apagar el motor, él bajó de un salto, aún con las manos en los bolsillos del abrigo de cuero.
El viento agitaba su cabello oscuro, y la tensión en sus hombros era visible desde lejos. Cerró la puerta de un golpe y subió los escalones de mármol como un león furioso que regresa a su cueva.
Abrió de un empujón las puertas de madera tallada. El interior de la casa estaba envuelto en un silencio extraño, casi ceremonial. Y entonces la vio. Allí estaba ella, en medio del salón, como si fuera una aparición. Fiorella.
Vestía un vestido color verde esmeralda, ajustado, de tela pesada que le caía hasta los tobillos. Su cabello estaba recogido en una trenza que dejaba al descubierto la cicatriz que partía su mejilla izquierda. La línea de piel herida le cruzaba como una firma maldita que nadie se atrevía a nombrar.
Vittor