66. Al Borde del Abismo
El eco de los pasos de las enfermeras empujando la camilla de Isabela aún resonaba cuando las puertas del ascensor se cerraron con un golpe seco. El murmullo de los pacientes y familiares se fue apagando poco a poco, como si las paredes del hospital hubieran tragado la curiosidad que había llenado el pasillo segundos atrás.
El aire volvió a circular, pero no con alivio. Era un aire espeso, cargado de resentimiento, dudas y esa electricidad invisible que siempre surgía cuando Max y yo quedábamos frente a frente. Cada inhalación traía consigo un recuerdo, un reproche no dicho.
Él permanecía a pocos metros de mí, con las manos todavía crispadas a los costados, como si su cuerpo entero necesitara recordar que había tenido que imponerse frente a Isabela. Yo lo miraba sin pestañear, consciente de que mi desafío aún ardía en sus pupilas.
El silencio pesaba. Nadie más quedaba en el pasillo, salvo nosotros y el murmullo lejano de un monitor cardíaco que se filtraba desde una de las habitaciones