51. La Bala Final
El restaurante, con sus lámparas colgantes de cristal y su murmullo constante de platos y copas, se volvió insoportablemente silencioso para mí después de que Max se levantó de la mesa.

Lo vi salir apurado, con la mandíbula apretada, dejando unas cuantas disculpas improvisadas en el aire y a mí, sentada, intentando recomponerme entre las flores secas del centro de mesa y la copa de vino que no me atrevía a terminar.

Había querido creer que ese almuerzo era un respiro, un pequeño alto en medio de tanto caos. Una tregua. Pero todo se derrumbó en un par de segundos, en el momento en que su teléfono sonó y su expresión cambió de la calma forzada a esa tensión que conocía demasiado bien.

Yo lo supe. Incluso antes de que dijera la palabra Isabela, yo lo supe. Lo vi en la forma en que apretó los labios, en cómo sus ojos se desviaron de los míos, en el gesto automático de llevarse la mano al cabello. Eran señales que había aprendido a leer a lo largo de cinco años de matrimonio.

Me quedé sola,
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