34. Juegos de Poder
El amanecer me había dado una claridad brutal: no quería seguir siendo la mujer rota que Max moldeaba a su antojo. No más. Pero una cosa eran las decisiones personales, íntimas, esas que me repetía en silencio frente al espejo, y otra muy distinta era la fachada que sosteníamos frente al mundo. París no tenía por qué saber que nuestro matrimonio era un campo de batalla disfrazado de idilio perfecto.

La ciudad, con sus luces y su devoción por la belleza, nunca toleraba las grietas. Nos obligaba a mostrarnos impecables, aunque por dentro fuéramos cenizas.

Esa noche, el salón del hotel Crillon parecía diseñado para alimentar esa mentira. Candelabros encendidos, mesas con manteles de lino impecables, copas que brillaban como joyas, y el murmullo elegante de ministros, artistas y empresarios mezclándose en francés, inglés y una variedad de acentos que confirmaban la diversidad del poder.

Max y yo llegamos del brazo. Yo llevaba un vestido negro de seda que delineaba mi figura como una segund
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