33. Revelaciones en París
Desperté con la piel aún tibia, como si la memoria de sus manos se hubiese quedado prendida a mí. El agua de la ducha había borrado el maquillaje, pero no la marca invisible que Max había dejado sobre mi cuerpo. Un vacío frío me recorrió. Demasiado expuesta. Demasiado vulnerable.

El silencio de la suite era distinto, como si respirara a solas. Me giré en la cama y confirmé lo que ya sospechaba: Max no estaba.

Las sábanas desordenadas y el vestido húmedo en el suelo eran pruebas irrefutables. Habíamos cruzado esa frontera otra vez. A pesar de todas mis promesas, de toda mi rabia acumulada, había cedido. Otra vez.

Me senté en el borde de la cama, sintiendo el peso de lo que había pasado. Mi cuerpo aún guardaba la memoria de sus caricias—cada beso, cada caricia desesperada, cada palabra murmurada contra mi piel. Era como si mi cuerpo y mi mente vivieran en realidades paralelas: uno se rendía ante él sin resistencia, la otra lo rechazaba con cada fibra de raciocinio.

Me puse la bata del ho
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