112. La Confesión
El silencio de mi apartamento no es paz. Es un depredador.

Abro la puerta y el aire frío del espacio vacío me golpea la cara. No huele a hogar. Huele a soledad costosa. Huele a la decisión estúpida que tomé de alejarme del único hombre que he amado.

Dejo las llaves sobre la mesa de la entrada. El sonido del metal contra la madera es un disparo seco en la oscuridad. Mis manos todavía tiemblan. No es solo frío. Es la adrenalina tóxica de la humillación.

Camino hacia la sala sin encender las luces.

La escena en el despacho de Max se repite en mi cabeza. Es un archivo corrupto que mi cerebro insiste en reproducir en bucle, una y otra vez, torturándome con detalles de alta definición.

Veo su cara de sorpresa al verme entrar, la rigidez en sus hombros cuando le pedí cenar, el silencio.

Ese maldito silencio cuando le pregunté si estaba enamorado de Victoria.

Quince segundos. En quince segundos se cae un imperio. En quince segundos se rompe un corazón. En quince segundos te das cuenta de que
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