Durante cuarenta y ocho horas, las palabras de la Dra. Echeverría han rebotado en las paredes de mi cráneo.

¿Tengo el valor de averiguarlo?

Intento trabajar, leer contratos, convencerme de que mi vida de soltera exitosa es suficiente. Pero mi cerebro, ese traidor, sigue volviendo a la misma pregunta.

Estoy oscilando entre dos estados: la determinación feroz de una mujer que quiere recuperar lo suyo y el terror paralizante de una niña que teme que le digan que no la quieren.

Pero esta tarde, a las seis y media, mientras el sol de Madrid empieza a caer y mi oficina se queda en silencio, algo hace clic.

No es valentía. Es agotamiento.

No puedo vivir un día más con este ruido blanco en mi cabeza. No puedo construir un futuro si los cimientos están hechos de "y si...".

Espero a que Diego se vaya. Necesito estar sola. Necesito que nadie sea testigo de lo que voy a hacer.

Marco el número de la mansión Undurraga. Mis manos tiemblan. Es una reacción fisiológica básica: mi cuerpo se está prepar