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Capítulo 4: La Danza del Deseo y la Cautela

El tiempo pareció detenerse en el claro. El aire, antes vibrante con los sonidos de la jungla, se volvió denso, cargado con la tensión silenciosa entre la depredadora curiosidad de ella y el atónito asombro de él.

Fue Elizabet quien rompió el silencio. Dio un paso deliberado, lento, disfrutando de la forma en que los ojos azules de Darius la seguían, recorriendo cada curva de su cuerpo desnudo sin la más mínima traza de juicio, solo una intensidad que la hacía sentir poderosa. Su cola de zorro se balanceó suavemente, un péndulo que marcaba el ritmo de su creciente confianza.

"Hola", dijo, su voz un ronroneo bajo y seductor que pareció acariciar el aire. "Parece que has tenido una buena caza".

Darius parpadeó, como si despertara de un trance. La voz de ella era como miel oscura, un sonido que se deslizó bajo su piel y encendió algo primitivo en su interior. Intentó responder, pero solo un gruñido gutural escapó de su garganta. Se aclaró la garganta, sintiéndose extrañamente torpe. "Sí", logró decir finalmente, su propia voz más profunda de lo habitual. Sus orejas de tigre se movieron, captando cada inflexión del tono de ella.

Elizabet sonrió, divertida por su reacción. Se acercó un poco más, su mirada pasando de la bestia muerta al brillante cristal rojo que Darius aún sostenía en su mano. "Así que los cristales de energía son reales", dijo, su tono una mezcla de asombro y conocimiento. "Nunca había visto uno de cerca. Es... fascinante".

La sorpresa de Darius creció. Esta hembra no solo no lo rechazaba, sino que parecía no conocer los cristales. "¿Sabes lo que es?", preguntó, su cautela luchando contra la atracción irresistible que sentía.

"He escuchado sobre ellos", respondió ella, una sonrisa enigmática jugando en sus labios. Su mirada se elevó desde el cristal y recorrió su figura. Se detuvo en sus orejas, luego en su cola, y finalmente en la cicatriz sobre su ojo. Darius se tensó, esperando la inevitable mueca de asco. Pero no llegó. En cambio, los ojos morados de ella brillaron con una admiración evidente. "Eres un Hombre Bestia Tigre Blanco. Y por tus marcas", añadió, su mirada contando las cinco cicatrices de poder en su torso, "eres increíblemente fuerte".

Cada palabra que pronunciaba lo desarmaba un poco más. Nadie le había hablado así. Nadie había mirado su cicatriz con algo que no fuera repulsión.

"Soy Darius", corrigió, su voz recuperando algo de su habitual autoridad, aunque el asombro seguía presente. "Y tú... nunca he visto a una hembra como tú. ¿Quién eres?".

"Me llamo Elizabet", respondió, su voz llena de una confianza que la Elizabet de antes nunca hubiera imaginado poseer. "Y no, no creo que hayas visto a nadie como yo. Acabo de... llegar".

"¿Llegar?", repitió Darius, el concepto era extraño. Su mente de depredador intentó encajarla en algún clan remoto, una tribu aislada. Pero la forma en que ella lo miraba, la forma en que su cuerpo irradiaba una sensualidad tan natural, lo distraía de las preguntas lógicas.

Elizabet se rió, un sonido melodioso que hizo eco en el claro. "Sí, llegar. Digamos que mi viaje hasta aquí fue un poco inusual". Acortó la distancia que los separaba hasta que solo un par de pasos los distanciaron. Su aroma, dulce y embriagador, envolvió a Darius, nublando sus pensamientos. "Pero ahora estoy aquí".

Su mirada se elevó para encontrarse con la suya, y en sus ojos morados, Darius vio no solo deseo, sino una promesa de aventura, de algo nuevo, de un desafío que su corazón de tigre anhelaba.

Elizabet extendió una mano, un gesto audaz e invitador. "Mucho gusto, Darius".

Darius miró la mano extendida, los dedos largos y pálidos, la palma abierta en un gesto de confianza que nadie le había ofrecido en años. La cautela era su armadura, pero esta mujer, este enigma, la estaba resquebrajando. Lentamente, como si temiera que fuera una ilusión, levantó su propia mano, grande y callosa por la caza, y rozó los dedos de ella.

Una chispa. No fue imaginada. Fue real, elemental y profunda, una descarga que recorrió su brazo hasta su corazón. La piel de ella era increíblemente suave, cálida. Para Elizabet, el contacto fue una confirmación. La mano de Darius era áspera, pero su calor era reconfortante, su fuerza, palpable. Un escalofrío de puro deleite la recorrió.

Darius entrelazó sus dedos con los de ella, un gesto posesivo que no pudo reprimir. "El gusto es mío... Elizabet".

La conexión era innegable, una corriente que los unía en ese claro, bajo la mirada silenciosa de los árboles ancestrales. El juego había comenzado, pero para Darius, era el inicio de una esperanza que creía perdida para siempre.

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