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Capítulo 3: La Soledad del Tigre Blanco

Cada amanecer era una repetición de la misma soledad. Darius, el Tigre Blanco, se movía con una gracia depredadora entre los árboles, pero su alma se sentía como la de un errante. Tenía cinco marcas, un testimonio de su fuerza, de su dominio sobre la bestia interior y de las innumerables batallas que había superado. En cualquier otro hombre bestia, estas marcas serían un motivo de reverencia, un imán para las escasas hembras. Pero en él, la cicatriz ancha y profunda que cruzaba gran parte de su ojo derecho lo eclipsaba todo.

Recordaba las miradas. No eran de miedo, no de respeto, sino de un desprecio velado, de asco apenas disimulado. Las mujeres de este mundo, esas criaturas arrogantes y descuidadas, lo veían como "feo". Una cicatriz en el rostro, para ellas, era una imperfección insuperable. "Puedo derribar a la bestia más grande, puedo proteger a un clan entero, pero una simple marca en mi cara me convierte en un monstruo para ellas", rumiaba, el resentimiento burbujeando en su interior.

Su clan lo respetaba por su fuerza, por su habilidad en la caza, por su lealtad inquebrantable. Era un guerrero formidable, un protector nato. Pero la compañía de una hembra, esa conexión profunda y vital que todo hombre bestia anhelaba, le había sido negada una y otra vez. Había intentado cortejar, había ofrecido sus mejores presas, había demostrado su valía. Pero siempre la misma respuesta: una mirada de desdén, un giro de cabeza, un rechazo que lo dejaba con un vacío helado en el pecho.

"Son todas iguales", pensaba con amargura. "Arrogantes, superficiales. No valoran la fuerza interior, solo la apariencia". La idea de que un día pudiera enloquecer, como tantos otros rechazados, era un temor constante, una sombra que se cernía sobre su mente.

Hoy, la caza era su única distracción. Había rastreado el olor de una de las bestias salvajes más peligrosas, una criatura reptiliana de escamas verdes que prometía un cristal de energía de gran valor. La batalla fue brutal, un torbellino de garras, dientes y fuerza bruta. Darius se movió como una sombra blanca, y finalmente, con un golpe devastador, la criatura cayó. Se irguió sobre ella, jadeando, la sangre oscura del reptil manchando su pelaje blanco. Extrajo el cristal rojo, sintiendo su poder en la palma de su mano.

Mientras se disponía a arrastrar la enorme presa de vuelta al campamento, un aroma inusual, algo que nunca había olido, llegó a sus fosas nasales. Era dulce, embriagador, con un matiz floral y algo más... algo que le revolvió las entrañas con una intensidad que lo detuvo en seco. No era el olor de una hembra común; era algo más puro, más potente, casi mágico.

Siguió el rastro, su instinto de depredador despertando con una curiosidad que rara vez sentía. Se acercó a un claro, moviéndose con la cautela de un cazador. Y allí, en el centro, bajo la luz dorada del sol, la vio.

Completamente desnuda, con el cabello blanco y violeta cayendo como una cascada, orejas de zorro que se movían con una delicadeza inusual, y una cola esponjosa que se balanceaba detrás de ella. Sus ojos... eran morados, grandes, con un brillo dorado que le daba una mirada felina, hipnótica. Su cuerpo era curvilíneo, perfecto, emanando un aura de elegancia salvaje y un deseo tan potente que Darius sintió un tirón en su propio ser que nunca antes había experimentado.

Era una hembra con características animales. Una de las de las leyendas. Un mito hecho carne.

Y a diferencia de todas las demás mujeres que había conocido, esta no lo miraba con desprecio. No había asco en sus ojos morados. Solo una curiosidad intensa, una fascinación que lo desarmó. Y luego, una sonrisa. Lenta, depredadora, llena de una promesa que hizo que el corazón de Darius, endurecido por el rechazo, diera un vuelco.

¿Quién... quién eres tú?, pensó, la pregunta resonando en su mente. Era diferente. Y por primera vez en mucho tiempo, la cicatriz en su ojo derecho no se sintió como una maldición.

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