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Capítulo 2: El Primer Cazador

La vergüenza de su desnudez no existía; en su lugar, una libertad embriagadora la invadía. Elizabet se puso en pie, sus nuevos músculos respondiendo con una agilidad sorprendente. La hierba húmeda y suave bajo sus pies era una caricia, y la brisa cálida que danzaba entre las hojas exóticas era un susurro en su piel. El instinto de supervivencia que la había eludido en su vida anterior brotaba ahora con una fuerza abrumadora.

Comenzó a caminar, guiada por una curiosidad insaciable. La jungla era un ser vivo, palpitante, y ella se sentía, por primera vez, parte intrínseca de algo más grande. Sus orejas de zorro giraban, captando cada crujido, cada aleteo de alas distantes. Probó a correr, y sus piernas la impulsaron hacia adelante con una velocidad que la dejó sin aliento, el viento silbando en sus oídos y agitando su melena plateada. Se sentía fuerte, ágil, viva.

Mientras avanzaba, un olor penetrante llegó a sus fosas nasales. Era terroso, con un matiz metálico y algo más... algo dulcemente carnal que le revolvió el estómago y, a la vez, despertó una primitiva curiosidad. Era un aroma a sangre fresca, pero también había un rastro de almizcle animal, poderoso y salvaje.

Siguió el rastro, moviéndose sigilosamente entre los arbustos, su cola manteniéndose baja y quieta. Cada paso era una aventura. Llegó a un claro y lo que vio la detuvo en seco. En el centro, yacía una criatura enorme, un reptil gigantesco con escamas de un verde oscuro y garras afiladas. Estaba muerta, su costado desgarrado, y la sangre oscura manchaba la tierra.

Una bestia salvaje, pensó Elizabet, reconociendo la escena de sus lecturas.

Pero lo que realmente captó su atención fue lo que brillaba, incrustado en la piel de la bestia. Era un cristal de un color rojo intenso, del tamaño de su puño, y parecía vibrar con una energía propia, casi como un corazón latente.

Un cristal de energía... de los raros, su mente procesó, la información fluyendo sin esfuerzo. Estos son los que dan poder, los que los hombres-bestia recolectan.

Un escalofrío, no de miedo, sino de una anticipación electrizante, recorrió su espina dorsal. Extendió la mano, sus dedos a punto de rozar la superficie brillante, cuando un crujido de ramas, mucho más cercano y potente, la hizo girar con la velocidad de un rayo.

Allí, de pie al borde del claro, emergiendo de la densa vegetación como una aparición, había una figura. Era un hombre, pero no como los que conocía. Era alto, imponente, con una musculatura atlética que se adivinaba bajo la simple piel que cubría su cintura. Su piel era pálida y su cabello, largo y liso, era de un blanco tan puro como la nieve recién caída. Sus ojos... Elizabet se quedó sin aliento. Eran de un azul grisáceo pálido, casi helados, pero con una intensidad que la miraba con una mezcla de sorpresa, cautela y, sobre todo, un deseo tan crudo y palpable que Elizabet sintió un calor recorrer su cuerpo.

En su cabeza, dos orejas de tigre, puntiagudas y de un blanco inmaculado, se movieron ligeramente. Y al final de su espalda, una cola gruesa y musculosa, con rayas sutiles, se agitaba con un movimiento lento y poderoso. Era un Hombre Bestia Tigre Blanco.

Pero lo que más la impactó, lo que la hizo sonreír internamente, fue la cicatriz. Una línea fina y blanca que cruzaba su ojo derecho, dándole un aire de peligro y experiencia. En este mundo, lo despreciarían por eso, pensó Elizabet. Dirían que es feo. Pero para mí... es perfecto.

Sus ojos se deslizaron por el torso del hombre, contando las cinco marcas grabadas en su piel, símbolos de un poder inmenso. Era un alfa. El Hombre Bestia estaba completamente inmóvil, la boca ligeramente abierta, como si no pudiera creer lo que veía. Elizabet, desnuda y expuesta, no sintió vergüenza. En cambio, una sonrisa lenta y depredadora se extendió por sus labios. El juego había comenzado.

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