El consejo no tardó en reunirse.
La sala redonda, hecha de piedra antigua y madera tallada con símbolos de la manada, estaba colmada de presencias. Algunos eran viejos conocidos, líderes de clanes dispersos. Otros eran rostros nuevos, herederos de linajes que Eira jamás había visto en persona, pero que ahora estaban allí, convocados por los susurros de un cambio inevitable.
Aidan estaba de pie, en el centro. Su figura imponente no titubeaba, pero sus ojos oscuros reflejaban una tormenta contenida.
Eira, a su lado, sentía el peso de cada mirada. Ya no era solo la mujer herida que había llegado huyendo. Era parte de algo más grande. Una posible luna guía… o una amenaza para los más conservadores.
—No se puede seguir ocultando —comenzó Aidan, su voz firme, grave—. La maldición que ronda esta tierra, la que se llevó a nuestros antecesores y corrompió a otros… está despertando.
Un murmullo surgió entre los presentes.
Uno de los más ancianos, con ojos lechosos por la edad, se levantó con ay