El sonido de la lluvia golpeando suavemente los ventanales era el único murmullo que acompañaba el silencio en la cabaña. Eira estaba sentada frente al fuego, las llamas reflejándose en sus ojos como si pudieran consumir las dudas que aún la encadenaban por dentro. La conversación con Aidan la noche anterior seguía palpitando en su mente, como un tambor persistente marcando el ritmo de su corazón.
—No puedes proteger a todo el mundo, Eira… pero puedes empezar por ti —le había dicho él, mirándola con esa mezcla de ternura y dolor que solo él podía sostener sin romperse.
Sus dedos acariciaban distraídamente el brazalete de cuero que Aidan le había entregado días atrás. No era solo un gesto: era una promesa. Un símbolo de confianza. De pertenencia. De que ella tenía un lugar, una voz, un cuerpo que merecía más que huir o sobrevivir.
En la puerta, un golpe suave interrumpió sus pensamientos.
—¿Puedo? —preguntó Aidan, asomando con una sonrisa cautelosa.
Ella asintió, y él entró con una cap