El amanecer no trajo consuelo.
Aunque el cielo se tiñera de naranja suave sobre el bosque cubierto de rocío, Eira sentía que algo punzaba su interior como un eco lejano de un dolor que no comprendía del todo. Aidan estaba a su lado, con los ojos cerrados, la respiración profunda, el ceño ligeramente fruncido, incluso dormido. Su herida había sanado en parte gracias a la intervención de Nyla, la curandera, pero el cansancio y la culpa parecían pesarle más que el daño físico.
Eira se sentó en el borde de la cama improvisada. Estaban dentro de una cabaña alejada del claro central de la manada. Aidan la había llevado ahí, apartados de miradas curiosas, como si ambos necesitaran espacio para encontrar las palabras adecuadas… o para aprender a respirar el mismo aire sin que doliera.
Pasó una mano por su cabello. Lo sentía más enredado que de costumbre, como su mente. Desde que llegaron a este lugar, no había tenido un solo día de paz. Entre recuerdos que la desgarraban, verdades que salían