El bosque estaba sumido en un silencio antinatural.
Eira se detuvo en seco. Las hojas no crujían bajo sus pies. El viento no soplaba. Ni siquiera los animales se movían. Todo se sentía... contenido. Como si el propio bosque contuviera el aliento.
A su lado, Aidan fruncía el ceño, su lobo apenas contenido bajo la piel. Lo sentía vibrar como una fuerza en tensión. Desde el ritual del eclipse, la conexión entre ambos se había vuelto aún más intensa, pero también más peligrosa. Algo dentro de él, algo antiguo, se había despertado.
—¿Lo sientes? —preguntó ella, apenas un susurro.
—Sí —respondió él, con la mandíbula apretada—. Esto no es natural.
El grupo de lobos que los acompañaba, los más cercanos a Eira y Aidan, se dispersó alrededor, formando un semicírculo protector. Los ojos de Nareth, uno de los más viejos, brillaban con un tenue tono dorado.
—Esto es tierra muerta —dijo con voz ronca—. Aquí se ha derramado sangre maldita.
Avanzaron con cautela hasta un claro que parecía arra