El aire estaba espeso con los ecos de lo no dicho. Eira caminaba entre los árboles con el corazón latiendo como un tambor de guerra, el silencio roto únicamente por el crujir de las hojas secas bajo sus pies y los susurros del bosque que parecía observarla con atención.
Las palabras de Aidan aún ardían en su pecho, como brasas vivas. Él había abierto una puerta en ella que llevaba demasiado tiempo cerrada: no con llaves, sino con cicatrices. Y ahora, mientras caminaba hacia el borde del bosque, donde la antigua hoguera del clan alguna vez ardió, sentía que el pasado la llamaba.
Al llegar, se detuvo frente al claro vacío. Allí, en ese círculo de tierra ennegrecida, muchos antes que ella habían llorado, reído, prometido. Ese era el corazón silencioso de la manada, aunque no quedaran muchos para recordarlo. Sintió el impulso de arrodillarse, de hundir los dedos en la tierra, de suplicar respuestas que solo el viento podía ofrecer.
—¿Cómo se reconstruye algo que fue hecho pedazos tantas