El amanecer pintaba de dorado las ventanas del apartamento del piso veinte cuando Valeria abrió los ojos. La habitación seguía pareciéndole demasiado grande, demasiado lujosa, como un traje que no terminaba de ajustarse a su cuerpo. Extendió la mano hacia el lado opuesto de la cama, encontrándolo vacío pero aún tibio. Aleksandr madrugaba siempre, incluso después de las noches más largas.
Se incorporó lentamente, acariciando su vientre que ya mostraba una curva evidente. Dieciocho semanas. Casi la mitad del camino. El bebé había comenzado a moverse días atrás, pequeños aleteos que la hacían sonreír a pesar de todo el caos que la rodeaba.
Tres semanas habían pasado desde el ataque a la casa segura, desde que descubrieron a Román como el traidor. Tres semanas desde que Aleksandr había decidido que la protección pasiva ya no era suficiente.
—Buenos días, señorita Montes —la voz de Sofía, la empleada de limpieza que la había ayudado a escapar semanas atrás, sonó desde la puerta—. El señor V