40. ¿Estás dándome órdenes, cachorra?
La luz de la mañana apenas rozaba los ventanales cuando Lana se giró buscando su calor, pero la cama estaba fría, el espacio a su lado estaba vacío.
La frialdad del colchón delataba que había partido hacía tiempo, sin despedirse, sin siquiera mirarla una vez más. Ella abrió los ojos bruscamente como si no pudiera creerlo después de todo lo que pasó la noche anterior entre los dos.
—¿Se fue…? —susurró apenas con la voz quebrada.
El recuerdo de la noche la golpeó en oleadas, el peso de su cuerpo sobre el suyo, el filo de sus caricias entre la pasión y el dominio, los gemidos que él arrancó de su garganta sin pedir permiso.
Lana apretó los muslos, notando aún el ardor, esa mezcla de placer y humillación que la dejaba deshecha.
Sentía la piel ardiendo y los labios todavía sensibles por lo ocurrido, el cuerpo aún pesado, con las marcas frescas de Eryx recorriéndola como fuego invisible. Su respiración se mezclaba con la fragancia salvaje que él había dejado impregnada en las sábanas, un