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El amanecer se filtraba por las cortinas de la habitación, dibujando líneas doradas sobre las sábanas revueltas. Adriana observaba el techo, su respiración acompasada contrastando con el torbellino de pensamientos que giraba en su mente. A su lado, Lucien permanecía inmóvil, con los ojos cerrados, aunque ella sabía perfectamente que no dormía.

La batalla había terminado, pero las secuelas persistían como fantasmas entre ellos. El olor a sangre y ceniza parecía haberse impregnado en su piel a pesar de haberse duchado varias veces. Adriana giró su rostro para contemplar el perfil de Lucien, tan perfecto que parecía esculpido en mármol antiguo.

—Puedo sentir tu mirada —murmuró él sin abrir los ojos.

—Y yo puedo sentir que estás pensando demasiado —respondió ella, extendiendo su mano para rozar con las yemas de sus dedos la cicatriz que cruzaba el pecho de Lucien, un recordatorio de la batalla que casi les cuesta la vida a ambos.

Lucien atrapó su mano y la llevó a sus labios, besando cada
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