El silencio del templo era abrumador, como si las paredes mismas contuvieran la respiración del mundo. Las columnas negras de obsidiana se alzaban hacia una cúpula cuarteada por runas antiguas, y una luz roja temblorosa danzaba en las grietas del techo, como si el fuego de un sol olvidado aún ardiera bajo tierra.
Rhea avanzó con pasos cautelosos, cada uno resonando con eco entre las piedras. Sentía cómo la marca de su espalda ardía de forma constante, no como antes, no como una advertencia... sino como una llamada. Y entonces lo vio. De pie frente al altar, en medio de un círculo de fuego líquido que no quemaba el suelo, un hombre la observaba. No se había movido, ni respirado, como si hubiera estado allí desde siempre. Su mera presencia hacía que el aire se volviera denso, más pesado, cargado de algo primitivo e inevitable. Era alto, inmensamente alto, con un cuerpo forjado como si la guerra fuera su único lenguaje. Sus hombros anchos y espalda poderosa se marcaban bajo una capa negra rota en los bordes por el fuego. El pecho descubierto dejaba a la vista la piel bronceada, tensa sobre músculos definidos como los de una estatua de los antiguos dioses guerreros. Su cabello, largo y oscuro como la noche más profunda, le caía sobre los hombros en ondas gruesas, desordenadas, como si ni el tiempo ni el viento se atrevieran a cambiar su forma. Pero fueron sus ojos los que hicieron que Rhea retrocediera un paso, el corazón encajándosele en la garganta. Oro líquido. No ámbar, no miel. Oro puro, fundido, ardiente. La miraban con una intensidad tal que parecía capaz de descomponerla por dentro. No había juicio en ellos, ni ternura. Solo posesión. Él era hermoso de una forma peligrosa. Como un puñal hecho de cristal encantado: hipnótico, brillante… letal. —Al fin —dijo con voz grave, una voz que parecía forjada en volcanes apagados y tormentas de ceniza—. Has llegado a mí, Rhea. Ella dio otro paso atrás. Su nombre en sus labios sonó como una promesa y una maldición a la vez. —¿Quién eres? —preguntó, aunque su voz salió más rota de lo que habría querido. El hombre sonrió apenas, como si la respuesta no fuera importante… o como si ella ya debiera saberla. —Kael Draven —dijo, y al hacerlo, las llamas del templo parecieron responder a su nombre, crepitando más fuerte—. Y tú eres mía. Rhea frunció el ceño, retrocediendo hasta chocar con una columna. El calor que lo rodeaba era real. Lo sentía sobre su piel, entrando en sus huesos. —No soy de nadie. Kael cruzó el fuego líquido como si fuera humo, y cada paso suyo retumbaba como un eco antiguo. Cuando estuvo lo bastante cerca, Rhea sintió cómo su marca respondía. El ardor se volvió fuego puro, una vibración sorda y rítmica que le erizaba la piel. —Eres la última del linaje que juró atarse a los Domadores de la Llama —murmuró, alzando una mano hacia su rostro, sin tocarla—. Tu sangre canta, Rhea. ¿No lo sientes? La marca lo ha reconocido. —No entiendo nada de lo que dices —susurró ella, clavando los ojos en los suyos. Era difícil pensar. Él estaba tan cerca… y su olor, a hierro, ceniza y algo salvaje, la envolvía sin permiso. Kael inclinó el rostro, observándola con detenimiento. Una de sus manos, de dedos largos y callosos, le apartó un mechón del rostro. El contacto fue leve, pero el estremecimiento fue brutal. —Lo sentirás —prometió—. Este templo fue construido sobre el corazón de un dragón. Tu linaje y el mío están entrelazados desde la creación del Fuego Antiguo. Fuiste marcada desde antes de nacer. Y yo… soy su guardián. El elegido para despertar la llama contigo. Las palabras resonaban en su mente como piezas de un rompecabezas que aún no lograba encajar. Pero una parte de ella, la parte que no era razón ni lógica, sino instinto y memoria antigua, entendía. Rhea apretó los puños. —Eso no te da derecho a encadenarme con palabras. No me conoces. No sabes quién soy. La sonrisa de Kael se curvó con una oscuridad que le heló la sangre. —Te he soñado en cada ciclo de fuego —dijo—. He esperado siglos para encontrarte. He cruzado desiertos de muerte y sangre por un solo latido de tu alma. Lo que eres… no se elige. Se despierta. De pronto, el suelo tembló levemente. Una onda de energía brotó del altar, recorriendo el templo, y la marca de Rhea se iluminó con un fulgor rojo incandescente. Ella gritó, cayendo de rodillas, apretando la espalda como si alguien le arrancara la piel. Kael se agachó frente a ella, sujetándola por los hombros. —No luches contra ella —susurró con tono fiero, pero no cruel—. Acéptala. Deja que la llama te muestre quién eres. Rhea alzó la mirada, jadeando. El fuego ya no dolía… pero su cuerpo vibraba con una energía desconocida. Vio reflejos danzantes en el aire. Escuchó voces lejanas, susurros en un idioma que su mente no conocía, pero que su alma recordaba. —¿Qué me estás haciendo? —Despertándote —respondió él. Entonces la marca emitió una última pulsación, como el retumbar de un tambor antiguo, y se apagó. Rhea cayó hacia delante, pero Kael la sostuvo con un solo brazo, levantándola con una facilidad que revelaba su fuerza inhumana. Ella estaba agotada, confundida… y aún así, no podía apartarse de él. —¿Qué… eres tú? —preguntó al fin. Kael la sostuvo contra su pecho, y por primera vez, sus ojos dorados parecieron suavizarse, como si un peso milenario se aligerara en ese momento. —Soy el último guerrero del fuego antiguo. Un inmortal encadenado a la llama que protege tu linaje. Mi existencia está ligada a la tuya, Rhea. Tu despertar… es también el mío. Ella lo miró sin saber qué responder. Una parte de sí quería empujarlo, huir. Pero otra… quería hundirse en su calor, rendirse a la intensidad de sus ojos, de su voz, de su voluntad implacable. —¿Y ahora qué? —susurró. Kael bajó el rostro, hasta que sus labios rozaron su oído. —Ahora, me perteneces. Y nadie te alejará de mí. La promesa quedó flotando en el aire como una sentencia, mientras fuera del templo, el viento comenzaba a cambiar de dirección… trayendo consigo presagios de guerra.