El amanecer no era más que un cambio en la tonalidad de la niebla.
En las Tierras del Norte, la luz no nacía; simplemente se deslizaba entre las sombras, fingiendo calor sin ofrecerlo. La escarcha aún cubría cada roca, cada rama, cada fibra del paisaje con una capa mortecina.
Rhea despertó envuelta en el calor residual de la caverna donde habían pasado la noche, su cuerpo aún tenso, como si los ecos de la batalla anterior se hubieran adherido a su piel.
Kael ya no estaba junto a ella.
Se incorporó despacio, cubriéndose con la capa negra. La ceniza del fuego mágico aún humeaba débilmente, como si el aire mismo dudara en respirar demasiado profundo. Afuera, el viento silbaba bajo, rascando los bordes de la entrada con uñas invisibles.
Cuando salió, lo vio.
Kael estaba de pie, sin capa, con el torso desnudo, empuñando su espada con ambas manos. Frente a él, un círculo de piedras negras marcaba un espacio delimitado; dentro de ese anillo, el suelo estaba limpio, seco, sin escarcha. Un cam