NIKOLAI MALISHEV
La mansión de mi madre tenía ese aroma frío y lujoso de siempre. Mármol blanco, madera oscura, vitrales que contaban historias antiguas. Pero esa tarde todo el lugar vibraba con risas pequeñas, con voz de campana dulce: la de Aelina y es por ella que me encuentro aquí.
—¡Papá, tú eres el enemigo ahora! —dijo, apuntándome con una pequeña pistola de juguete adornada con brillantes.
—¿El enemigo? —alcé una ceja, conteniendo la sonrisa—. ¿Y tú qué eres?
—Soy la jefa —respondió muy seria, cruzando los brazos. Tenía puesto un traje a medida, diminuto, con tirantes rojos y moño negro. Un disfraz hecho por Aria para Halloween, que ahora Aelina usaba cuando “jugaba a la mafia”.
Estábamos en la biblioteca de Elia, convertida por unas horas en el cuartel de Aelina Malishev. Había fichas de ajedrez movidas estratégicamente, mapas garabateados con crayones y hasta un “acuerdo” firmado con marcadores rosas.
La veía ahí, sentada en el trono de cuero de mi madre, con la ba