ARIA HATZIS
Años después
La casa ya no se sentía tan fría.
El mármol seguía igual de perfecto. Las paredes, inquebrantables. La seguridad, un muro invisible que protegía todo lo que Nikolai consideraba valioso.
Pero dentro…
Había risas. Había colores. Había flores secas en marcos y crayones en el suelo.Había vida.
Caminé descalza por el pasillo, arrastrando la yema de los dedos por la pared. Era temprano, el sol apenas comenzaba a entrar por las enormes ventanas. El silencio tenía esa calidad cálida que solo aparece cuando todo está en paz.
Entré en la sala de música. Y ahí estaba ella. Nuestra hija. Sentada en el banco del piano, con la espalda recta y el cabello revuelto.
No tendría más de tres años, pero ya era una versión pequeña, poderosa y luminosa de lo que éramos Nikolai y yo. Su nombre era un secreto. Uno que dijimos solo en susurros, como si pronunciarlo en voz alta pudiera romper la magia.
Cuando me oyó, giró la cabeza y sonrió con esa mezcla perfecta de travesura