Los primeros días con Luna fueron una sucesión de horas que se repetían como olas pequeñas: lactancia, pañales, preguntas que nacían en la madrugada, y un cansancio que calaba los huesos. Para Isabel, cada manecita diminuta que se aferraba a su dedo era una prueba de que aquello —la niña— existía, y también una cuerda que la ataba a una realidad nueva y tremenda. Aprendía. Miraba tutoriales, acariciaba la cabecita de la bebé y la inundaba de miedos y ternura a partes iguales.
Hugo aparecía cada tarde, con bolsas de supermercado, con una sonrisa que trataba de ser ligera pero que no lograba ocultar la preocupación genuina. Sharon siempre lo acompañaba, y los tres formaron una estampa de familia improvisada que a Isabel le resultó extrañamente consoladora: dos tíos, nerviosos pero dispuestos.
—Te traje galletas —dijo Hugo, dejándolas sobre la mesa junto con un paquete de toallitas húmedas—. Y fórmula, por si la leche te falla un rato.
—Y yo traje ropa —añadió Sharon, desplegando una peq