Hugo había pasado la noche entre llamadas, pequeños acuerdos y nombres escritos con la caligrafía temblorosa que dejan las prisas. Sentado frente a la ventana de su apartamento —la ciudad todavía adormecida—, abrió la libreta donde había ido anotando las coordenadas: horas, direcciones alternativas, caras que podían confiar y rostros que debían evitarse. La mano le tembló un poco al trazar la última línea.
Marcos era una pieza fundamental en su tablero. No necesitaba hombres de acción que entrasen a la finca; necesitaba una presencia en tierra que supiera moverse sin hacer ruido. Lo llamó con el tono seco de quien no quiere entretener preguntas.
—Marcos —dijo—. ¿Puedes estar en Chinchón mañana a las tres de la tarde?
Hubo un breve silencio, y luego la voz de Marco, rasposa por el café y la costumbre del turno nocturno.
—¿Chinchón? ¿Por qué allí?
Hugo apretó los dientes, sintió que todo el plan cobraba contornos más reales con cada palabra.
—La finca donde está Isabel queda cerca de al