La mirada de Alejandro ya no era sólo curiosa; se le había tornado escrutadora. Cuando Beatriz empezó a cubrir los vacíos con generalidades, él no se dejó llevar por un gesto brusco ni por la ira: apretó los labios, dejó que el silencio hiciera su trabajo y afinó las preguntas. Conocía lo suficiente del oficio como para distinguir con precisión a una impostora.
—Señorita Rojas —dijo Alejandro con la voz rasposa que siempre reservaba para las verdades incómodas—. Por favor, voy a darte una última oportunidad para que me diga la verdad.
Beatriz levantó la mirada como si desperezara una sombra que le había estado cubriendo los ojos. El despacho pareció empequeñecerse a su alrededor: las paredes forradas de madera oscura, la mesa de caoba pulida que reflejaba como un espejo perfecto la lámpara de techo, el ventanal con la ciudad extendiéndose en un tapiz de luces y silencios. El aroma a café recién hecho y a papeles flotaba en el aire, mezclándose con el frío clínico de la tensión. Sentía