Empezó a romper cosas. A tomar lo primero que encontraba y arrojarlo contra el suelo. Un florero estalló en mil pedazos. Un marco se partió al chocar contra la pared. Sus manos temblaban mientras arrancaba botones, mientras desgarraba telas sin mirar siquiera qué estaba destruyendo.
Hasta que lo vio.
El vestido de novia.
Había pedido que lo enviaran a la finca. No a Madrid, donde se suponía que sería la boda, elegante y perfecta, como ella siempre la había imaginado. No. Lo había querido allí, cerca de Isabel. Había planeado probárselo en la misma casa, pasearse con él como una victoria silenciosa, restregarle en la cara que ella era la mujer que se iba a casar con Alejandro. Que había ganado.
Ahora la vida se le reía en la cara.
Tomó el vestido con furia y lo rasgó sin pensarlo. El encaje cedió bajo sus dedos. La tela blanca se abrió como una herida nueva. Lo arrancó, lo desgarró, lo arrojó al suelo con un grito que le salió desde lo más hondo del pecho. La etiqueta aún colgaba intact