Marcó sin vacilar. Cada número fue un latido. Al otro lado, la voz de Hugo contestó con una cautela que Alejandro conocía bien en cualquier hombre que se sintiera acorralado por un nombre: «—¿Diga? ¿Quién habla?»». Alejandro no quiso perder tiempo en formalidades.
—Soy yo, Hugo. Alejandro. Necesitamos hablar. —dijo con la voz templada, como quien suelta el anzuelo justo donde espera tirar de la cuerda.
El otro lado de la línea se tensó. La urgencia en la respuesta de Hugo fue inmediata, casi automática.
—Alejandro… ¿qué sucede? ¿Isabel está bien? ¿Ha pasado algo? —preguntó Hugo, la voz raspada por la alarma.
Fue esa primera pregunta —esa insistencia en primero por Isabel— la que activó la mirada clínica en Alejandro. Cada sílaba se le presentó como un tejido a analizar: la rapidez con que Hugo había preguntado, el tono que no había dejado lugar a metáforas. Alejandro escuchó la preocupación, y sin embargo, algo le sonó mecánico, demasiado ensayado.
Respiró hondo y dejó que la calma apr