La noche había tejido su manto sobre la casa, denso y silencioso, cuando Isabel empezó a percibir un murmullo que no encajaba con el latido regular del sueño. Al principio creyó que eran ecos de una televisión lejana, el arrullo del viento contra las ventanas; pero el sonido se convirtió en algo más: pasos aprisa, voces ahogadas, el pálpito metálico de un monitor que no debería estar sonando a esas horas. Abrió los ojos sin querer y buscó el reloj con la vista adormecida: las agujas marcaban las dos de la mañana. Un frío rumor le recorrió la nuca.
Se incorporó despacio, con la pesadez de la cama clavada en la espalda, y escuchó con la atención de quien sabe que en la madrugada suelen suceder las desgracias. Había algo urgente en el pasillo, un revuelo contenido que iba y venía. Isabel sintió cómo el pecho le apretaba; la imaginación le ofreció varias posibilidades, pero ninguna se acercaba a lo que en verdad estaba sucediendo.
Con movimientos casi automáticos, se tiró una bata de seda