La habitación había quedado encapsulada en un tiempo que no existía para el resto de la casa. Sobre la mesita, una taza de té medio vacía había formado un anillo oscuro en la madera; el aroma agrio de la bebida llenaba el aire y se pegaba a la garganta como una verdad que no se podía tragar.
Isabel tenía los ojos hinchados de tanto llorar y la nariz roja de tanto limpiársela. Se había instalado en un sillón, al lado de la cama de su madre, sujetándole la mano, la cual aún estaba algo tibia, aunque no sabía si era por calor propio de su madre o porque ella se negaba a dejar que se enfriara. Alejandro le había puesto una manta encima que, irónicamente, olía a lavanda y trajo consigo recuerdos de su infancia, cuando su madre lavaba las sabanas de su cama, todos los sabados en las mañanas.
En ese momento, todo era recuerdos y sensaciones.
El cuerpo de su madre permanecía sereno en su inmovilidad, y ella lo miraba repitiendose mentalmente: «Tan solo duerme. Ella va a despertar pronto. Solo