El coche de Valentina se deslizó por la gravilla con la eficiencia de siempre y se detuvo frente a la verja. Ella había viajado con la respiración contenida, repasando mentalmente la conversación con su detective. Alejandro estaba allí. El pensamiento le había construido una pequeña hoguera de celos que ahora rugía contra su caja torácica.
Llevaba puesta una pañoleta y unas gafas grandes, como si pretendiera no ser reconocida. Pero cuando el guardia se acercó y le preguntó si alguien la esperaba, Valentina, se quitó la pañoleta y las gafas con gesto seco.
—¿Tú eres ciego o qué? —dijo, con la voz helada y la sonrisa torcida apenas por hallarse en escena—. ¿Acaso no ves quien soy? Soy Valentina Mendoza.
El hombre, un veterano que había visto pasar mil visitas oficiales y decenas de caprichos de la alta sociedad, titubeó. La cortesía se le quedó a medias en la lengua y su rostro se coloreó de un rojo tímido.
—Perdón, señorita Mendoza —balbuceó—. No la reconocí con… con eso.
Valentina le