Se sentaron en la terraza, junto a la piscina: una mesa pequeña, manteles claros, platos que brillaban con la luz. El aire olía a hierba recién cortada y a la mezcla dulce de limón y menta que había en una jarra de agua. Lorenzo, discretamente, se alejó para dejarles intimidad. El rumor del agua, el crujir sordo de alguna rama en el viento, todo conspiró para que la escena fuese insólitamente tranquila.
Isabel miró la mesa un instante, como comprobando que aquello fuera real. Alejandro la observó desde el otro lado: no con la frialdad que acostumbraba mostrar al mundo, sino con una atención que ya no resultaba estrictamente profesional. Había en su gesto algo así como asombro contenido, una curiosidad nueva que le aflojaba la coraza.
Comieron sin prisa. Los platos llegaban uno a uno: una ensalada tibia, pescado al limón, pan casero. No hacía falta llenar el silencio con palabras; bastaba mirarse. Cuando por fin hablaron, no fue con la violencia de los reproches, sino con amabilidad.
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