Leonard.
Vi los papeles sobre mi escritorio. No estaban allí por casualidad. Eran gruesos, con firmas y sellos, como si cada uno pesara una tonelada. Mi madre los había dejado y ahí estaba ella, parada frente a mí, sonriendo de lado con esa maldita expresión de satisfacción que siempre usa cuando sabe que tiene algo entre manos. Algo que me involucra. Algo que no voy a querer aceptar.
—¿Qué es esto? —le pregunté sin siquiera alzar la vista del papel.
—Tienes que casarte —dijo con frialdad.
—¿Casarme? ¿Qué demonios tengo yo que ver con casarme?
—Ahí está todo —respondió, señalando los documentos con la barbilla en alto—. Son los papeles de tu padre y de tu abuelo. Nunca quise enseñártelos, pero ahora tengo el valor de hacerlo. Tienes que casarte… y con la mujer que vas a embarazar.
Me reí. No fue una risa de burla, fue una risa histérica, incrédula. Esa clase de carcajada que nace cuando no sabes si estás a punto de enloquecer o de golpear algo.
—No te estoy entendiendo, ni de coña, ma