Freya había dado un paso hacia atrás después de su negativa. Somali, sentada con esfuerzo sobre los cojines mullidos de su cama, la miraba con ojos húmedos y decepcionados, casi suplicantes. El silencio entre ambas se había tornado incómodo, interrumpido solo por los crujidos suaves de la madera vieja y el sonido del viento acariciando las ventanas.
—Entiendo tu temor, Freya —dijo Somali—. Pero si yo muero aquí… y él también muere… entonces… ¿de qué habrá servido esta fidelidad?
Freya abrió los labios, pero no alcanzó a responder. El sonido de pasos en el pasillo exterior la paralizó.
Oyó unas zancadas conocidas que se acercaban a la habitación. Se trataba Dorian.
La puerta se abrió sin previo aviso, y el Alfa cruzó el umbral con los ojos oscurecidos por una ira fría. No gritó, no alzó la voz, pero cada uno de sus movimientos exhalaba tensión.
—Tienes toda la razón, Freya —dijo sin titubeos, deteniéndose justo al centro del cuarto—. Ni se te ocurra ayudarla a escapar, porque si te lle