El sol se filtraba a través de las copas de los árboles, arrojando destellos dorados sobre el suelo del bosque. Las sombras se estiraban con la brisa, y el aire olía a tierra húmeda y a hojas vivas. Dos figuras lobunas surcaban el bosque con fuerza y gracia: Dorian, con su pelaje dorado como la luz del sol, y su hijo Iván, del mismo color.
Corrían uno al lado del otro, saltando sobre troncos caídos, esquivando ramas con la agilidad que solo los de su especie poseían. Iván tenía quince años y había demostrado ser rápido, atento y determinado. Su respiración era rápida pero constante, y sus patas apenas tocaban el suelo antes de impulsarse hacia el siguiente salto.
—¡Allí!—gruñó Dorian telepáticamente, como lo hacían en su forma lobuna. Iván siguió la dirección indicada y se lanzó hacia una liebre que corría a toda velocidad. En un instante la alcanzó, y sin dañarla demasiado, la atrapó entre sus colmillos. Luego la dejó caer suavemente sobre la tierra.
Dorian se transformó primero, con