No hay grilletes en mis muñecas. No hay barrotes en mi ventana. Soy libre de caminar por donde quiera, de tomar decisiones, de marcharme si así lo deseo. Y sin embargo, aquí estoy, tan prisionera como si estuviera encerrada en la más oscura de las mazmorras.
La luz del amanecer se filtra por las cortinas de la habitación de Nathaniel, dibujando patrones dorados sobre las sábanas revueltas. Él duerme a mi lado, su respiración profunda y acompasada, su rostro relajado en una expresión que pocos tienen el privilegio de contemplar. El poderoso Nathaniel Blackwell, vulnerable en sueños.
Me incorporo lentamente, cuidando de no despertarlo. Mis pies descalzos tocan el suelo frío y me dirijo al ventanal. La ciudad se extiende bajo nosotros, despertando también, ajena a la batalla que se libra en mi interior.
¿En qué momento perdí el control? ¿Fue cuando firmé aquel contrato? ¿O quizás antes, cuando sus ojos se posaron en mí por primera vez en aquella sala de juntas? No lo sé. Solo sé que cada