29

El despacho de Alexander se había convertido en una jaula dorada. Las paredes de cristal reflejaban la luz del atardecer, proyectando sombras alargadas que parecían querer alcanzarme. Permanecí inmóvil frente a su escritorio, con los documentos que me había pedido revisar aún en mis manos temblorosas.

—¿Has terminado, Sophie? —su voz grave rompió el silencio.

Levanté la mirada para encontrarme con sus ojos, esos que parecían leer cada uno de mis pensamientos. Alexander se había quitado la americana y aflojado la corbata. Un gesto tan simple que, sin embargo, lo hacía parecer más peligroso, más accesible.

—Casi —respondí, intentando que mi voz sonara profesional—. Solo necesito revisar las últimas cláusulas.

Alexander se levantó de su sillón con una calma estudiada. Cada uno de sus movimientos parecía calculado para intimidar, para seducir. Rodeó el escritorio y se acercó a mí con pasos lentos, como un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.

—Déjalo para mañana —murmuró,
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