La luz del amanecer se filtraba por las cortinas mal cerradas, dibujando patrones dorados sobre mi cama. Permanecí inmóvil, con los ojos abiertos fijos en el techo, mientras los recuerdos de la noche anterior se reproducían en mi mente como una película que no podía —ni quería— detener.
Las manos de Nathaniel sobre mi cintura. Su aliento cálido en mi cuello. La forma en que sus ojos, habitualmente fríos y calculadores, se habían oscurecido con algo que me negaba a nombrar.
—Fue un error —susurré a la habitación vacía, como si decirlo en voz alta pudiera convertirlo en verdad.
Me levanté de la cama con movimientos mecánicos, intentando ignorar el cosquilleo que persistía en mi piel. Bajo el chorro de la ducha, cerré los ojos y dejé que el agua caliente arrastrara la tensión acumulada. Pero ni siquiera el agua podía lavar los recuerdos. Mi cuerpo traicionero reaccionaba al simple pensamiento de Nathaniel, a la memoria de sus dedos rozando mi mejilla con una delicadeza que jamás habría e