Capítulo 242. La carga de la lealtad.
Maximiliano Delacroix
El chirrido de los neumáticos de mi coche sobre el terreno de cultivo seco fue la única despedida que di a la finca del general. No miré el retrovisor. Sabía que Augusto no estaba persiguiéndome, al menos no físicamente.
Su ataque sería cerebral, coordinado, a través de hilos invisibles que ya estaba tirando desde las sombras de su oficina, donde los mapas de estrategia sustituían a las armas.
El motor de la camioneta rugía bajo mis manos, vibrando como un corazón metálico. A medida que me alejaba de la instalación, la adrenalina que me había mantenido lúcido durante el enfrentamiento y la tensa conversación con Montenegro comenzó a disiparse. Y con ella, como una marea que retrocede para mostrar los daños, llegó el dolor.
El brazo herido ardía. No era un dolor agudo y limpio, sino una presión palpitante, sorda y constante, como si alguien estuviera apretando sin pausa un tornillo de hierro al rojo vivo dentro de la herida de bala.
Intenté mover los dedos y un